La razón no podía entender nada de lo que sucedía aquella fría tarde de noviembre. Era una sensación muy rara, la razón que siempre lo sabía y entendía todo estaba totalmente desconcertada, incluso se golpeaba la cabeza contra la pared de la desesperación.
Y es que la razón siempre había dicho que no, que no estaban hechos para estar juntos, que eran demasiado distintos, que la cosa no funcionaría, que la olvidara, que pasara página y empezase otro libro.
Aquel beso, en aquel banco del parque, en aquella pueblo tranquilo, en aquel país, en aquel mundo y en aquel universo sin fin. No había teoría que explicara aquella situación el planeta dejó de girar alrededor del sol, todo sé paro. Y entonces el movimiento empezó justo debajo de aquellos pies, unos delante de los otros. El mundo dejó de ser lo que era antes, no existía nada y existía todo a la vez.
La razón ya desquiciada decidió dar un paso al frente y cayó al abismo de luz que se abría ante ella., aquella luz clara y tan cálida. Aquella luz tan clara y cálida que convirtió aquella tarde de noviembre en una calurosa tarde de junio, juntos en un campo verde y sin nadie más.
Las palabras desaparecieron porque perdieron el significado, pues nuestras miradas lo decían todo sin decir nada.
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